“what
is the use if discussing a man’s abstract right to food or medicine?
In that deliberation I shall always advise to call in the aid of the
farmer and the physician, rather than the professor of metaphysics” (E.
Burke “Reflections”)
Sumario
I.
Introducción
II.
El Pensamiento Político de Burke
III.
Su actitud contra revolucionaria
IV.
Reflexiones de la Revolución en Francia
La
ruptura
de la Tradición
La
crítica al Racionalismo
a)
Inoperabilidad de los derechos
b) Indeterminación de los derechos
Los
verdaderos derechos y la igualdad
La
idea de un contrato
V.
A modo de conclusión
Bibliografía

I-)
Introducción:
El
empleo del concepto de derechos humanos, inclusive dentro del ámbito
jurídico, denota una cierta emotividad y suscita sentimientos de toda
índole. Todo jurista es consciente de la máxima de que en el derecho
todo es relativo o al menos cuestionable y de que todo principio tiene
su excepción. El concepto de derechos humanos o más precisamente sus
implicancias, ideológicas, políticas, jurídicas psicológicas y
sociológicas no son la excepción a esta peculiar complejidad
subyacente al mundo del derecho. De
este modo se podría afirmar que prácticamente existen discusiones
respecto de todo aquello que implica hablar de derechos humanos, como
por ejemplo entre otras cosas respecto de su origen, su contenido, su
concepto, o su fundamento.
El
objeto del presente trabajo se centra en una de las discusiones más
radicales del concepto de derechos humanos, puesto que lo que niegan es
su misma existencia. Históricamente, la ficción y vacío en el
concepto de “hombre” así como lo incompleto e indeterminado del
discurso de los derechos humanos, tuvo sus tempranas críticas de la
derecha y la izquierda.[1]
Solo así, se puede comprender que un conservador, tradicionalista e
idealista como Edmund Burke, y un materialista dialéctico, ateo como
Carl Marx, coincidieran sus esfuerzos sobre un mismo objetivo, el ataque
al “hombre” abstracto. Para ambos el sujeto de los derechos no
existe. Es o bien demasiado abstracto para ser real, o demasiado
concreto para ser universal. En los dos casos, el sujeto es ficticio
porque su esencia no se corresponde con la gente real.[2]
Desde
su mismo origen y evolución histórica, los derechos humanos han
sufrido negaciones totales o parciales provenientes de diversos ámbitos
políticos, sociales e ideológicos. Como bien señala Peces-Barba, no
se tratan de negaciones en sentido total, ahistóricas y abstractas,
validas para todos los tiempos. En todo caso, las negaciones se sitúan
en la historia, impugnan concepciones de los derechos humanos que se
formulan en la historia y no podemos asegurar que sean válidas para
impugnar otras concepciones de los derechos situados en momentos históricos
posteriores.[3]
La
crítica que se pretende analizar se sitúa en un autor y en un tiempo y
lugar dado. Se trata del pensamiento de Edmund Burke, cuya visión escéptica
a los cambios revolucionarios vividos en Francia le llevaría a realizar
un feroz ataque a las ideas de cambio y la misma concepción de derechos
universales y del hombre.
Como
nos apunta Berlin, “el famoso ataque de Burke contra los principios
revolucionarios franceses estaba fundado sobre el mismísimo llamado a
los miles de hilos que atan a los seres humanos dentro de un todo
históricamente sagrado, contrastado con el modelo utilitario de
sociedad visto como una compañía de negocios que se mantienen unida sólo
por obligaciones contractuales, con el mundo de economistas, sofistas, y
calculadores que están ciegos y sordos a las relaciones inanalizables
que hacen una familia, una tribu, una nación, un movimiento, cualquier
asociación de seres humanos que se conservan juntos por algo más que
la búsqueda de ventajas mutuas, o por la fuerza o por cualquier cosa
que no es el amor mutuo, la lealtad, la historia común, la emoción y
los conceptos. Este énfasis, durante la última mitad del siglo XVIII,
sobre factores no racionales, conectados o no con relaciones religiosas
específicas, que hace hincapié en el valor de lo individual, lo
peculiar, lo impalpable, y hace referencia a las antiguas raíces históricas
y costumbres inmemoriales, a la sabiduría de los sencillos y macizos
campesinos no corrompidos por las complicaciones de sutiles
“razonadores” tienen implicaciones fuertemente conservadoras, y,
ciertamente, reaccionarias”.[4]
II-)
El pensamiento político de Edmund Burke.
A
pesar de sus considerables obras literarias y su gran capacidad de
redacción que le permite en muchos de sus pasajes alternar entre retórica
y poesía, Burke era esencialmente un político, un parlamentario inglés
que gozaba de una favorable posición social.
“Poder
encontrar una teoría del Estado completa y sistemática en la obra de
Edmund Burke, sería vana. Burke fue un político que poseía una
preparación cultural difícil de encontrar entre sus colegas... Y
aunque no hubiese dedicado su vida a los problemas de la política
activa es muy probable que no hubiera encontrado gusto en la tarea de
crear una teoría del Estado coherente y cerrada a la manera alemana”.[5]
Como
afirma Eusebio Fernández, “no es nada extraño que se conceptúe a E.
Burke como padre del conservadurismo moderno o, si se quiere disminuir
la fuerza de la etiqueta como representante más genuino del pensamiento
conservador”. Esto se explica según este autor, por dos razones básicas;
en primer lugar “porque el conservadurismo surge sólo como necesaria
respuesta a las teorías que, a partir del siglo XVIII, se desprendieron
de la visión antropológica tradicional para reivindicar para el hombre
la posibilidad no solo de mejorar sus propios conocimientos y su propio
dominio sobre la naturaleza, sino a través de los unos y el otro,
lograr una comprensión cada vez mayor y, por tanto, la felicidad”.
“En segundo lugar porque las funciones y límites que E. Burke asigna
a la política tiene mucho que ver con lo que hoy día caracteriza al
pensamiento conservador, liberal-conservador y neoconservador”.[6]
Las
principales direcciones del pensamiento de Burke pueden, según sostiene
Pujals, “sintentizarse en varios puntos: a) su visión
providencialista de la Historia; b) la superior importancia que concede
a la sociedad, como conjunto orgánico, sobre el individuo; c) su idea
de que la sociedad no se origina en ningún contrato, sino en una
conveniencia; d) la autoridad y respeto que le merece la tradición
religiosa; e) y el espíritu de moderación, que considera un elemento
esencial en las reformas políticas y sociales”.[7]
Las
ideas políticas no surgen en el vacío, desligadas de las
circunstancias de lugar y tiempo, e incluso las que parecen más
inconexas con ellas son ininteligibles si se hace abstracción del medio
en que se han producido. Si esto puede afirmarse rotundamente aún de
los pensadores aparentemente más desligados de la vida política
activa, con tanta mayor razón habrá que pensarlo de quién, como
Burke, se movió tanto en el campo del pensamiento como en el de la polémica
parlamentaria. Burke es inexplicable sin tener idea, somera al menos, de
la Inglaterra de la segunda mitad del XVIII.[8]
Si
bien como veremos más adelante, las obras de Burke y en especial sus Reflexiones
sobre la Revolución en Francia, están marcadas muchas veces por la
pasión, la retórica y la parcialidad, “también exponen ideas sólidas
que han servido para configurar una de las más importantes ideologías
políticas contemporáneas: el conservadurismo”. “Tenemos que estar
agradecidos a E. Burke, a pesar de sus excesos argumentales y su
frecuente parcialidad....Burke debe ser necesariamente estudiado en una
discusión teórica sobre los derechos y sus fundamentos y tradiciones
históricas”.[9]
En
lo que respecta específicamente a su visión política, podemos
identificar dos claras líneas. Por un lado su esfuerzo de conseguir una
visión realista de los problemas, que se evidencia también en sus
reiteradas críticas a las concepciones teóricas sin contacto con la
realidad, y por otro lado, su concepción de la política como conjunto
de problemas morales que lo aleja de modelos maquiavélicos.
Evidentemente
podemos encontrar un nexo directo entre Burke y el pensamiento
conservador moderno, Como sostiene Nisbet, “En grado notable los temas
esenciales del conservadurismo durante los últimos dos siglos no son
sino ampliaciones de temas que Burke enunció haciendo referencia específica
a la Francia revolucionaria”.[10] El nexo es mucho más claro si situamos a Burke en la
política inglesa no sólo la que precedió inmediatamente a su generación
sino hasta avanzado la segunda mitad del siglo XX. Sin embargo como señala
Douzinas, “Los elogios hacia una vieja constitución repleta de
defensas hacia la monarquía y la aristocracia, la insistencia de que
los derechos son contrarios al estilo de vida inglés, la proclamación
de la superioridad natural de las instituciones inglesas suenan casi cómicamente
absurdas a los actuales oídos británicos. La evolución, el acta de
los derechos humanos de 1998, la reforma de la Casa de los Lores y los
acercamientos hacia Europa, han convertido a los 90s en una década de
derechos y de constitucionalización, y han condenado a las predicciones
de Burke de un peculiar legado insular inglés, puestos finalmente a un
lado entre Bruselas y Tony Blair”.[11]
III-)
Su actitud contra-revolucionaria:
La
Revolución Francesa viene a alterar el curso de la vida pública y
privada de Burke. Los acontecimientos del 5 y el 6 de octubre de 1789 le
llenaron de horror, y el hombre que había dicho que no conocía el
medio de iniciar un procedimiento de acusación contra todo un pueblo,
se embarca en una campaña destinada a provocar la guerra contra quienes
pugnaban por implantar un régimen de libertad –entendida ciertamente
de un modo distinto al de Burke-. La campaña contra la Revolución había
de ocupar el resto de la vida pública de Burke, hecho que aumentó
enormemente su popularidad y que le convirtió en el primer gran político
que se levantó contra el pensamiento revolucionario.[12]
Escribe
Ian Harris sobre Burke que “aunque la Revolución fue su pesadilla
también fue su oportunidad. A la luz del pensamiento precedente de
Burke podemos ver lo que comentaristas subsecuentes han olvidado: ¿Porqué
la respuesta de Burke fue tan intensa, excéntrica, y sorprendentemente
perceptiva? Fue intensa porque la refutación de la revolución
fue en un sentido literal vital para Burke. No fue meramente la sociedad
en que él había tejido sus afectos y su ambición que se vio atacada,
sino la misma sociedad que Burke entendió Dios había prescrito. La
revolución en Francia fue su peor pesadilla, pero como otra cara de la
moneda fue la mayor oportunidad de expandir sus puntos de vista.[13]
De
hecho, Burke tuvo la ocasión de visitar la Francia en 1773. A su
regreso, escandalizado por el espíritu anti-religioso que se respiraban
en los salons, así como del
sesgo que tomaban los acontecimientos en el país vecino, pronunció un
discurso en el que advertía que los puntuales del buen gobierno en
Francia, empezaban a ceder ante los ataques sistemáticos de los ateos,
considerando al ateísmo “el golpe más horrible y cruel que puede
asestarse a la sociedad civil”.[14]
Las
Reflexiones sobre la Revolución
en Francia aparecen en 1790 logrando un inusual éxito de distribución.
“El hombre que había escrito que el pueblo no tiene interés en el
desorden y que si obra mal es porque se equivoca; el hombre que había
afirmado que las reformas tardías se hacen en un estado inflamatorio,
lanza una diatriba cada vez más encendida contra un pueblo vecino, que
tras muchos años de sufrir abusos, se hallaba empeñado en reconstruir
su Estado sobre principios que debían su origen a los establecidos en
la constitución inglesa”.[15]
IV-)
Reflexiones sobre la Revolución en Francia:
Habiéndonos
situado históricamente, y apuntada una breve introducción al
pensamiento burkeano, corresponde ahora analizar su más importante
obra, haciendo hincapié en su postura en relación con los derechos
humanos. Al respecto, como sostiene Fernández, “Burke ha de ser
situado entre aquellos conservadores negadores o escépticos o recelosos
de ellos. Hasta el punto de que su postura y sus ideas al respecto,
siguen teniendo plena vigencia entre los conservadores contemporáneos y
éstos suelen utilizarle como argumento de autoridad”.[16]
Siendo
su principal blanco de críticas la abstracción, es de entender que su
obra se sitúe en el campo de los hechos. Es decir, Burke no critica
desde la clásica abstracción filosófica, a los ideólogos y
sostenedores de la Revolución Francesa, sino que se basa en un hecho
consumado. No refuta, al menos directamente a Rousseau, a Voltaire, o a
Didderot citando obras y argumentos, sino que analiza lo acaecido en un
tiempo y lugar dado, nos hablar acerca de los hechos, de los actores, de
sus acciones y sus proclamas.
Por
ello como nos señala Peces-Barba, “El reproche principal que hizo a
la Revolución Francesa de 1789 es su abstracción y su abandono de las
tradiciones jurídicas que ya había tenido en Francia algunos
defensores. Por eso, el debate sobre los derechos humanos en Burke se
plantea desde dos ejes principales como razones para rechazar el
concepto: Un primer reproche de carácter negativo es que no han
respetado el viejo y bueno derecho de los franceses anclado en la
historia, ni la Constitución tradicional; y un segundo, de carácter
positivo, que ese ideal abstracto ni sirve para la práctica, ni es
eficaz”[17]
La
ruptura con la tradición:
La
crítica a la ruptura de la tradición se basa principalmente en el
convencimiento de Burke de que no tenían que haberse destruido las
instituciones defectuosas del antiguo régimen, sino que debían haberse
reformado, es decir, restaurado. Decididamente, Burke opinaba que la
revolución era un remedio desesperado, al que no se tenía que acudir
sino después de haber agotado todas las posibilidades.[18]
“Podrías haber restaurado esos muros, edificando de nuevo sobre sus
cimientos. Vuestra Constitución quedó en suspenso antes de que se
hubiera perfeccionado; pero vosotros teníais los elementos de una
Constitución casi tan buena como fuera de desear”.[19]
“De
haber dado a entender que con la ilusión de este amable error habríais
ido más allá que vuestros prudentes antecesores; de que estabais
resueltos a reivindicar los antiguos privilegios, preservando asimismo
el espíritu de vuestros antepasados y vuestro honor y lealtad reciente;
o, por otra parte, si recelando de vosotros mismos y no distinguiendo
claramente la casi olvidada Constitución de vuestros antepasados,
hubierais vuelto los ojos a vuestros vecinos, los ingleses, que habían
mantenido vivos los antiguos principios y modelos del antiguo derecho
común europeo, mejorados y adaptados al estado presente; entonces,
siguiendo sabios ejemplos, hubierais proporcionado al mundo nuevos
ejemplos de sabiduría. Así hubierais convertido la causa de la
libertad venerable a los ojos de las mentes más dignas de todas las
naciones”.[20]
Teniendo
en cuenta las reiteradas alusiones no solo al derecho tradicional inglés
sino también a la historia inglesa que ha de tomarse como ejemplo, es lógico
entonces, que Burke dedique una buena parte de su obra a refutar el
discurso de Richard Price del 4 de noviembre de 1789, donde éste ultimo
reitera la idea de que existe una línea de continuidad entre los
principios de la Revolución Inglesa y los de la Revolución Francesa.
Price en su “Discourse on the love of our Country”, afirma que por los
principios de la revolución de 1688 el pueblo de Inglaterra ha
adquirido tres derechos fundamentales; A escoger sus propios
representantes, a deponerlos en caso de conducirse mal, y a constituir
su propio gobierno.
La
respuesta de Burke es categórica: “Si los principios de la Revolución
de 1688 pueden encontrarse en alguna parte, es en la denominada Declaración de Derechos. En esta sapientísima, sobria y moderada
declaración, redactada por grandes juristas y grandes hombres de Estado
y no por entusiastas acalorados e inexpertos, no se dice una palabra ni
se apunta la sugestión de un derecho general –a escoger nuestros
propios gobernantes, a
deponerlos caso de conducirse mal ni a construir
nuestro propio gobierno-”[21].
Para
refutar el derecho a elegir los propios gobernantes, Burke utiliza dos
argumentos básicos en los que se pueden notar su pragmatismo. Para
Burke los derechos y libertades de los súbditos están relacionados con
la sucesión de la Corona. “Observaréis que estos derechos y esta
sucesión se declaran en un mismo cuerpo legal y están indisolublemente
ligados entre sí”. En segundo lugar para Burke “Si hubo en alguna
ocasión un momento favorable para establecer el principio de que sólo
un rey de elección popular era legítimo, fue sin duda en la Revolución.
No haberlo hecho así en aquella época es prueba de que la nación
estimaba que no se debía hacer en ningún momento”. Y concluye,
“lejos de ser verdad que con la revolución hayamos adquirido un
derecho a elegir nuestros reyes, caso de haberlo poseído anteriormente,
la nación inglesa lo renunció y abdicó, en aquel momento, con toda
solemnidad para sí y para sus descendientes y para siempre”[22].
En
lo que respecta al supuesto derecho a deponer a los gobernantes que se
conducen mal, Burke comienza su exposición dando argumentos en contra
de ésta idea. Sin embargo, tras una mirada
cautelosa de sus afirmaciones, se puede notar que no hay en el
fondo una negación absoluta o radical. Es decir, las ideas de Burke
atienden más bien a la calificación de los actos que justifican la
deposición del monarca más que al derecho legítimo del pueblo. El
siguiente pasaje nos puede dar una idea de lo apuntado: “Ningún
gobierno podría sostenerse un momento caso de poder ser eliminado por
una cosa tan oscura e indefinida como es la creencia en que “se conduce mal”. Quienes dirigían la Revolución no fundaron la
abdicación virtual del rey Jacobo en un principio tan ligero e
incierto. Le acusaron nada menos que del designio, confirmado por una
multitud de actos abiertamente ilegales, de subvertir
la iglesia protestante y el Estado,
y sus derechos y libertades fundamentales
e indiscutible; le acusaron de haber quebrantado el contrato original entre rey y pueblo. Esto era más que conducirse
mal”[23].
Más adelante Burke explica, a nuestro entender con una seria
contradicción, la relación entre, pueblo, rey y derecho. “el rey de
Inglaterra no obedece a ninguna otra persona; todas las otras personas
están, tanto individual como colectivamente, bajo él, y lo deben
obediencia legal…Y como no ha de obedecernos él a nosotros, sino a
nosotros al derecho encarnado en él, nuestra Constitución no ha
establecido ninguna disposición que le haga, en ningún sentido,
responsable como servidor”. Por último Burke resalta algunas
consecuencias negativas de deponer al monarca, con argumentos que aún
hoy día podrían mover a la reflexión a cualquiera que afirmase con
extrema convicción el poder soberano del pueblo que incluye la deposición
del representante. “La cuestión de destronar, o si estos caballeros
lo prefieren, “deponer” reyes ha sido y será siempre un gravísimo
problema de Estado, totalmente fuera del derecho; un problema como todas
las demás cuestiones de Estado, de disposiciones, de medios y de
consecuencias probables más que de derechos positivos…La línea teórica
de demarcación entre dónde deba acabar la obediencia y comenzar la
resistencia, es tenue, oscura y no fácilmente definible. No es un solo
acto ni un solo acontecimiento lo que la determina. Muy injustos y
arbitrarios han de ser los gobiernos antes de que se piense en ella;
además la perspectiva del futuro tiene que ser tan mala como la
experiencia del pasado”[24].
Por
último Burke señala que “la idea misma de crear un nuevo gobierno,
basta para llenarnos de disgusto y horror. En la época de la Revolución,
como en la actual, lo que deseábamos are derivar todo lo que poseemos
de la herencia de nuestros antepasados…La Revolución se hizo para
mantener nuestros antiguos e
indiscutibles derechos y libertades y esa antigua
constitución del gobierno que es la única seguridad de nuestro derecho
y nuestra libertad… Observaréis que desde la Carta Magna hasta la
Declaración de Derechos ha sido política constante de nuestra
Constitución reclamar y afirmar nuestras libertades como herencia
vinculada que nos ha sido legada por nuestros antecesores y que debe
ser transmitida a nuestra posteridad; como una propiedad que pertenece
especialmente al pueblo de este reino sin referencia a ningún derecho más
general ni anterior”[25]
Habiendo
afirmado la importancia de la tradición y de la historia hasta el punto
de derivarse de ellos el único derecho positivo y posible, Burke se
dedica a rechazar directamente la idea de los derechos del hombre
sostenida por la Ilustración y proclamada en la Revolución de 1789.
La
critica de Burke al discurso racionalista de los derechos se basa en
afirmar que su formulación tan abstracta y general, los condena a ser
irreales e irrealizables. Este argumento se puede bifurcar en dos ideas
básicas. Primero que la abstracción de los derechos los convierte en
inoperables y termina convirtiéndose en su mayor defecto practico.
Segundo que la abstracción provoca la indeterminación del sujeto y por
ende su desprotección[26].
a)
Inoperabilidad de los derechos:
“Estoy
tan lejos de negar en teoría los verdaderos derechos del hombre, como
de retenerlos en la práctica (si tuviera poder para darlos o
retenerlos) Al negar estas falsas pretensiones de derecho no quiero
atacar los que son realmente derechos, los cuales serían totalmente
destruidos por los falsos… El gobierno no se crea en virtud de
derechos naturales, que pueden existir y existen, totalmente
independientes de él y con mucha mayor claridad y en grado mucho mayor
de perfección abstracta; pero su perfección abstracta es su defecto práctico…
las restricciones puestas al hombre del mismo modo que sus libertades
han de ser consideradas como sus derechos. Pero como las libertades y
las restricciones varían con los tiempos y las circunstancias y admiten
infinitas modificaciones, no pueden establecerse mediante una regla
abstracta; y no hay nada tan estúpido como discutirlas basándose en
ese principio”[27].
A
Burke le preocupa la complejidad de la realidad, frente a la cual el
racionalismo de los derechos se convierte en un idealismo metafísico.
Para Burke “la ciencia del gobierno que es, en consecuencia, práctica
en sí y dirigida a tales propósitos prácticos, es materia que exige
experiencia e incluso más experiencia de la que puede alcanzar en toda
su vida una persona, por sagaz y observadora que sea… La naturaleza
del hombre es intrincada; los objetos de la sociedad son de la mayor
complejidad posible; y por consiguiente ningún arreglo simple ni
dirección simple del poder, puede ser adecuado a la naturaleza humana
ni a la cualidad de los asuntos humanos. Cuando veo la simplicidad del
plan propuesto y elogiado en cualquiera de las nuevas Constituciones políticas,
tengo que concluir que los artífices son terriblemente ignorantes de su
arte o totalmente negligentes en el cumplimiento de su deber”[28].
Es
claro que para Burke los verdaderos derechos no pueden ser naturales
puesto que surgen históricamente de la relación entre gobierno y
sociedad civil, donde el primero concebido como un sujeto exterior a los
súbditos, y no sujeto a la voluntad y pasiones generales, sirve como
instrumento de ingenio humano para la satisfacción de las necesidades
humanas.
Por
último concluye Burke negando totalmente los derechos humanos cuando
afirma: “Esa clase de gentes están tan imbuidas de sus teorías de
los Derecho del Hombre, que han olvidado totalmente la naturaleza
humana. Han conseguido cegar las avenidas que conducen al corazón, sin
abrir una nueva hacia la comprensión. Han pervertido en sí mismos y en
quienes les escuchan todas las simpatías nobles del pecho humano”[29].
b)
Indeterminación de los derechos;
“La
segunda crítica de Burke aborda la naturaleza abstracta del sujeto de
los derechos del hombre. El hombre sin determinación de la Declaración
no es solo una persona no existente; es también tan indeterminado que
su pálido perfil solo puede proveer escasa protección. Para Burke, la
naturaleza humana es socialmente determinada y cada sociedad crea su
propia clase de persona. Por lo tanto, ningún derecho del hombre
existe, y si los hay, no tienen valor. Los únicos derechos efectivos
son los creados por una historia, cultura y tradición particular”[30].
Los
derechos abstractos están tan removidos de su lugar de aplicación y a
las circunstancias concretas de las personas lesionadas, que resultan
incapaces de encajar con sus verdaderas necesidades. Este punto forma
parte del principal argumento crítico del comunitarismo. Para Marx, el
hombre de los derechos, mas allá de ser una barca vacía y sin
determinación, y por lo tanto irreal, inexistente, está demasiado
lleno de substancia. Así como De Maistre afirmaba no conocer al hombre
como tal.
“Los
pretendidos derechos de estos teóricos son extremados; y moral y políticamente
falsos en la misma proporción en que son metafísicamente verdaderos.
Los derechos del hombre están en una especie de justo
medio, incapaz de definición pero no imposible de descubrir”[31].
Ante esas inservibles abstracciones, Burke proclamaba el derecho de
libertad de nacimiento del hombre inglés. Estos derechos, legados de
sus padres, tienen una larga genealogía y antigua procedencia sin
ninguna referencia a cualquier otro derecho general anterior. La
longevidad, la procedencia local y la evolución orgánica garantizan
los derechos mejor que los planes racionales de sofistas, economistas, y
calculadores[32].
“Si
la sociedad civil fue hecha para la ventaja del hombre, todas las
ventajas para cuya consecución se creó aquélla, se convierte en
derecho suyo. La sociedad es así una institución de beneficencia y el
derecho beneficencia regulada. Los hombres tienen derecho a vivir porque
existen estas normas; tiene derecho a la justicia de sus conciudadanos
en tanto que éstos se dediquen a sus funciones públicas y a sus tareas
privadas. Tienen derecho a los frutos de su trabajo y el deber de hacer
a éste fructuoso. Tienen derecho a conservar lo que sus padres han
adquirido, el de alimentar y educar a su prole, el de recibir instrucción
durante su vida, y consuelo en el momento de morir. Un hombre tiene
derecho a hacer cualquier cosa que pueda lograr su esfuerzo, sin
lesionar los derechos de los demás. Y tiene también derecho a una
porción de todo lo que la sociedad puede hacer en su favor por medio de
todas sus combinaciones de habilidad y fuerza. En esta participación
todos los hombres tienen iguales derechos; pero no a cosas iguales”[33].
Para
Burke la desigualdad era lo natural: “Creedme, señor, quienes
intentan nivelar, nunca igualan. En todas las sociedades compuestas de
grupos distintos de ciudadanos debe predominar alguno de ellos. Los
niveladores no hacen mas que cambiar y pervertir el orden natural de las
cosas... Para estar debidamente protegida la propiedad tiene además que
estar representada en grandes masa de acumulación. La característica
esencial de la propiedad –resultante de los principios combinados de
adquisición y su conservación- consiste en ser desigual”[34].
Sostiene
Fernández que “la fidelidad de E. Burke a la tradición y a las
instituciones heredadas y su contundente rechazo a los cambios
irracionales y antinaturales impuestos por la Revolución... cuenta con
el apoyo teórico fundamentador de su visión de la sociedad como un
gran contrato. Aunque nuestro autor utiliza este símbolo de la filosofía
social y política predominante en su tiempo, lo hace en un sentido muy
distinto de la tradición contractualista”[35].
La
idea del contrato aparece varias veces en el texto pero en dos ocasiones
nos desarrolla sus pensamientos. Primero cuando afirma que “si la
sociedad civil es hija de la convención, esa
convención debe ser su ley. Esa convención tiene que limitar y
modificar todas las clases de Constitución que se formen bajo ella.
Toda clase de poderes legislativos, judiciales o ejecutivos, son
criaturas suyas... Uno de los primeros móviles de la sociedad civil que
se convierte en una de sus reglas fundamentales es el de que
ningún hombre debe ser juez en su propia causa. Con esto cada
persona se ha privado inmediatamente de aquel primer derecho de los
hombres que no han pactado, a juzgar por sí y a decidir su propia
causa. Abdica todo derecho a ser su propio gobernante. Abandona aún, en
gran parte, el derecho de defensa propia, primera ley de la naturaleza.
El hombre no puede gozar conjuntamente de los derechos de un estado
incivil y otro civil. Para poder obtener justicia cede su derecho de
determinar por sí en qué consiste aquélla en los puntos más
esenciales para él. Para poder asegurar alguna libertad entrega en
fideicomiso la totalidad de aquélla”[36].
También nos habla del contrato cuando sostiene que “la sociedad es
ciertamente un contrato. Los contratos accesorios concluidos pensando en
objetos de mero interés ocasional pueden ser rescindidos a voluntad
–pero el Estado no puede considerarse de la misma medida que un pacto
de constitución de sociedad que trafica en pimiento y café, en algodón
o tabaco o en alguna otra preocupación baja, que puede ser creada en
consideración a un interés temporal de poca importancia y disuelto al
arbitrio de las partes-. Hay que considerarlo como otra reverencia,
porque no es una asociación que se proponga lograr cosas que hacen
referencia únicamente a la existencia animal de la naturaleza temporal
y perecedera. Es una sociedad de toda ciencia y de todo arte; una
sociedad de toda virtud y toda perfección. Por lo que hace a los fines
de la asociación, no pueden conseguirse en muchas generaciones y por
ello es una asociación no sólo entre vivos, sino entre muertos y los
que han de nacer. Todo contrato de todo Estado particular no es sino una
cláusula del gran contrato primario de la sociedad eterna que liga las
naturalezas inferiores con los superiores, conectando el mundo visible
con el invisible, según un pacto fijo, sancionado por el juramente
inviolable que mantiene en sus puestos apropiados todas las naturalezas
físicas y morales”[37].
Como
bien señala MacIntyre, “Las Ideas de Burke son importantes, aunque
solo sea por su influencia consiguiente... La valoración de ellas hace
frente a una dificultad inicial, a saber: si Burke tienen razón, la
discusión racional sobre esos temas está fuera de lugar. De ahí que
por el solo hecho de aventurarnos a discutir con él resulta que
presuponemos la verdad de los que estamos tratando de establecer.” Según
este autor podemos encontrar dos errores en su razonamiento; “En
primer lugar Burke confunde la sociedad con el Estado. Identifica las
formas particulares de las instituciones políticas con las
instituciones en general. De premisas que establecen meramente la
necesidad de un ordenamiento social estable y establecido trata de
inferir la conclusión de que Luis XVI no debe ser decapitado... En
segundo lugar, la defensa que hace Burke del prejuicio y el hábito
contra la crítica reflexiva se asienta sobre un análisis inadecuado de
la noción de obediencia a las reglas”[38].
No
es de extrañar que la mayor influencia de Burke se haya concentrado en
el campo de la política. Seguramente, a través de un análisis
detallado de la vida, obra y pensamiento de Burke, se puedan encontrar
numerosos similitudes entre el Burke pos-revolucionario, y las políticas
conservadoras que caracterizaron a Inglaterra por muchos años hasta la
reciente entrada en escena del Laborismo al poder.
Pero
si Burke era esencialmente un político y un patriota, entonces ¿por qué
su gran miedo y preocupación por hechos que se desencadenaban fuera de
su jurisdicción? Porque la abstracción de los derechos los convertía
en principios morales absolutos, “igualmente válidas contra un
gobierno antiguo y benéfico que contra la tiranía más violenta o la
usurpación mas descarada”. “Contra ellos no cabe prescripción;
ningún pacto es valido; no admiten moderación ni compromiso; cualquier
cosa que se oponga a su plenitud es fraude e injusticia”[39].
Este es el gran miedo de Burke, del político conservador; los derechos
del hombre podían ayudar a importar la enfermedad francesa.
Bibliografía: